Te pido que te pongas el cinturón, y recién me doy cuenta
que no tengo la más remota idea de dónde quedan “Los Pinos”. Me dices que está
cerca. Te pido que me guies. Noto que has estado bebiendo cerveza, “con un
amigo mayor”, me dices. Te pregunto cuántos años tienes. “Veintiocho”, me
respondes y me cuentas que haces remodelación de casas, vives solo, vienes de
Centroamérica y tu familia vive en el estado vecino, Virginia. Me comentas que
saliste de la reunion corriendo, dejando tu carro estacionado en una calle
adyacente porque tu amigo malentendió las atenciones que tú tenías con su
enamorada. Trato de consolarte, decir que a veces los malentendidos ocurren,
que las cosas cambian con la luz del dia, y mientras dirijo el timón con la
mano izquierda, te palmeo la espalda con la mano derecha. Pongo mi mano sobre
la palanca de cambios y tu inmediatamente pones tu mano encima. La siento tibia,
cordial, amistosa, afable. Tus dedos van acariciando cada uno de los mios. Sigo
manejando, entiendo que las cervezas que has bebido han aumentado tu nivel de
confianza.
“Voltea a la izquierda”, me dices cuando llego al semáforo.
Siento que tu mano ya no está sobre la mia sino en mi muslo. Acaricias y
aprietas, acaricias, y aprietas, y lentamente vas buscando el centro. Sigo
manejando. No pronuncio palabra. Claramente pones tu mano sobre mi bragueta.
Mantengo mi silencio. Abres el cierre é inicias una búsqueda frenética para
liberar al prisionero. Entiendes que se encuentra asfixiado en su prisión y
acercas tu boca para brindarle vida. Segundos antes me dices, “estaciona en la
segunda casa de la derecha”. Entro al driveway y estaciono, reclino el asiento,
quiero dar espacio a tu cabeza.
Detienes tu actividad, me miras. “Por favor, pasa, quiero
que conozcas mi casa”, me dices. A veces ser el buen Samaritano tiene sus
recompensas.
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