He vivido la mayor parte de mi vida frente al Oceano Pacifico, sobre el anillo de fuego que marca los países con mayor actividad sísmica en el mundo. He vivido temblores y terremotos, y he sufrido por ellos en lejanía.
Una tarde al regreso del colegio, estando ya listos para sentarnos a la mesa y tomar algo de leche chocolatada con sanguches y engañar al estomago y enseñarle a que espere la hora de la cena para sentarnos junto con papá que regresaba del trabajo algo tarde, sentí un ruido lejano, como rugir de motor de aviones. Mi madre levantó la cabeza alerta, como hacen los ciervos cuando sienten el peligro, y gritó a la empleada: "Rosa abre la puerta!" mientras nos tomaba a los cuatro hijos y nos llevaba de salida de la casa. Cuando llegamos a la puerta Rosa le dijo "no hay nadie señora", entonces el suelo se empezó a remecer y mi madre nos alineó a todos sobre el umbral, protegidos bajo el dintel de la puerta abierta. Vimos a los vecinos salir asustados a la calle angosta de provincia, algunos arrodillarse sobre el empedrado de la pista. Mujeres que clamaban misericordia entre lagrimas y gritos. Una de ellas, en la esquina se salvó que una teja que se desprendió del techo le partiera la cabeza. Pasó a unos milimetros, rozándole la nariz. Los segundos que duró el movimiento han quedado grabados en mi memoria de manera fiel.
Al término del año escolar, dos meses después, regresamos a Lima a pasar vacaciones de verano con el resto de la familia. A lo largo de la carretera las ciudades mostraban todavía las cicatrices del terremoto. El epicentro había ocurrido en el mar frente a Lima y la gente todavía vivía en carpas, las iglesias con sus cupulas destrozadas no habían empezado la reconstrucción y las paredes de ladrillos caídas y los adobes desmoronados permanecían como heridas abiertas, todavía sangrantes, doloridas y descoloridas.
Algunos años después nos encontrábamos viviendo a 3,000 kilometros de distancia y sobre 4,200 metros sobre el nivel del mar. Mientras estabamos en el club la radio nos trajo la noticia que en la ciudad anterior, un terremoto de tremenda magnitud habia destrozado decenas de ciudades, un alud cayó sobre un lago que se desbordó y sepultó en fango un pueblo en las laderas. Irónicamente, lo único que quedó incólume fué el cementerio. Mientras los radioaficionados captaban los mensajes nos ibamos enterando de los nombres de amigos muertos, con quienes habíamos compartido carpetas, horas de recreo, salidas al cine y pequeñas fiestas infantiles. Mi corazon se arrugó por primera vez.
Lo ocurrido en L'aquila, Italia me duele. Me duelen los mas de doscientos muertos y sus familias. Me duelen los heridos é inválidos que han quedado. Me duelen ver las iglesias caidas y los edificios históricos destrozados. Me duele imaginar la falta de alimentos, la falta de agua, la sensación de desamparo en la que se vive, me duele pensar que hay alguien que tiene la mano extendida y nadie la llena con un pan.
Me he comunicado con la Embajada de Italia para aportar algo, una gota que unidas a otras pueda hacer un balde que calme la sed.
martes, abril 07, 2009
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3 comentarios:
Paso a saludarte,porque me niego a poner comentarios de una frase en tan magnifico blog.
Mañana (entiende hoy ) recupero tus post que tengo atrasados.
saludos de corazón.
vaya lei sobre la noticia, y bueno aqui, tienes razón en Perú la zona sismica es fuerte, si yo me asuste con el terromoto de ica, estando en lima, imaginate lo que habran sentido ellos estando en el epicentro, salu2 amigo
Uf ,la naturaleza.
Me acuerdo de un terremoto,hace años en Canarias y que mal....pero mal y me encontraba en un sitio distante sin radio ,ni cobertura telefónica.
Uno de los peores días que recuerdo.
No paso nada,pero de costumbre salto el alarmismo ,cuando regresaba en el coche.
Desde entonces y por la mala difusión de la noticia,no escucho Radio Club Tenerífr. (me alarmo).
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