Vió a un hombre delgado, algo avejentado, con menos talla
que él, esperando con un cartel hecho a mano, y que con crayolas azules tenía
escrito su nombre. Se le acercó. El hombre dejó caer el cartel y lo abrazó
fuertemente. “Hijo!”, le susurró en el oido y le estampó un beso en la mejilla
que Daniel esquivó. Se avergonzó de haberlo hecho. “Disculpe”, le dijo. No lo
llamó papa.
El camino a casa en el carro Toyota Camri de 1998 fué
silencioso, interrumpido tan solo por débiles excusas del padre para explicar
su salida de la casa hacía 15 años. “No había trabajo”, “tenía que hacerlo”, “siempre
le envié dinero a tu madre”, “nunca los olvidé”, “tenemos que traer a tu
hermano”, y otras.
Llegaron a un departamento de dos dormitorios donde el
padre alquilaba un cuarto que ahora compartiría con Daniel. Una cama angosta,
de una plaza, mesa de noche, lámpara, piso alfombrado y un closet. Uno de los
dos dormiría en el suelo, ó de repente se turnarían. En el otro dormitorio
vivía una prima del padre, que eventualmente recibía visitas de amigos para
disfrutar de íntimos momentos que todos sabían ella ofrecía. En la sala de la
casa, un comfortable ancho, que en la noche se convertía en cama para recibir
el cuerpo cansado de dos amigos peruanos que habían llegado a USA a vivir el “sueño
Americano”. Ahora cinco personas que compartirían la estrechez del
departamento, de la cocina, y de la falta de mobiliario para dar la impresión de
ser amplio.
Inmediatamente salieron de compras a una tienda de rebajas
donde consiguieron camisetas de 3 y 5 dólares y algunos pantalones jeans de 10
dólares, 1 bolsa de medias blancas, y un paquete de tres calzoncillos.
Los dias pasaron y Daniel se sentía inquieto por no tener
nada que hacer, sin trabajo (el Juez de migraciones había sido claro en la
prohibición de trabajar hasta que se decidiera su caso). De otro lado, él
sentía la necesidad de volver a disfrutar del nuevo placer recientemente
descubierto en prisión, pero no sabía como hacerlo con tanta gente en casa. Aunque
su cara de niño hacía que todos lo traten con ingenuidad, su vida interna
llevaba más kilómetros recorridos de los que ellos se pudiera imaginar. Un dia,
estando sólo en casa, sintió que corria el agua de la ducha y entró al baño
pensando que se había roto la cañeria. Encontró que el muchacho peruano estaba
bañándose. Ante la sorpresa, se dió la vuelta para salir, pero escuchó que el
peruano le dijo: “No hay problema, haz lo
que tengas que hacer”. Descorrió
completamente la cortina y siguió bañándose. Daniel se hizo el que buscó su
máquina de afeitar y con tranquilidad empezó a afeitarse mientras veía en el
espejo la desnudez del muchacho que se bañaba. Hablaron mientras estaban juntos y Daniel notó que el pene del muchacho
iba irguiéndose con cada jabonada. De repente, el muchacho dejó caer el jabón
fuera de la ducha y le pidió a Daniel que se lo recogiera. Cuando le entregó el
jabón, para recibirlo, el muchacho puso su mano junto a su pene erguido y
Daniel “accidentalmente” lo rozó. El peruano tomó la mano de Daniel y lo invitó
a agarrar su pene. En silencio, Daniel empezó a masturbarlo y luego de enjuagarlo
y quitarle el jabón, se lo puso en la boca. Sintió que iba a recuperar el
placer que pensó había perdido.
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