lunes, octubre 13, 2014

Daniel (II)

 Daniel no fué deportado. Lo enviaron a su padre a una ciudad de la costa este de los Estados Unidos. No lo había visto desde que tenía cinco años y ahora ya había cumplido 19. Las tres horas del vuelo en avión y las horas de espera antes de partir las pasó pensando si iba a reconocerlo. No tenía equipaje, no tenía siquiera una mochila. Con el pelo despeinado caminó por el túnel hacia el aeropuerto.

Vió a un hombre delgado, algo avejentado, con menos talla que él, esperando con un cartel hecho a mano, y que con crayolas azules tenía escrito su nombre. Se le acercó. El hombre dejó caer el cartel y lo abrazó fuertemente. “Hijo!”, le susurró en el oido y le estampó un beso en la mejilla que Daniel esquivó. Se avergonzó de haberlo hecho. “Disculpe”, le dijo. No lo llamó papa.

El camino a casa en el carro Toyota Camri de 1998 fué silencioso, interrumpido tan solo por débiles excusas del padre para explicar su salida de la casa hacía 15 años. “No había trabajo”, “tenía que hacerlo”, “siempre le envié dinero a tu madre”, “nunca los olvidé”, “tenemos que traer a tu hermano”, y otras.

Llegaron a un departamento de dos dormitorios donde el padre alquilaba un cuarto que ahora compartiría con Daniel. Una cama angosta, de una plaza, mesa de noche, lámpara, piso alfombrado y un closet. Uno de los dos dormiría en el suelo, ó de repente se turnarían. En el otro dormitorio vivía una prima del padre, que eventualmente recibía visitas de amigos para disfrutar de íntimos momentos que todos sabían ella ofrecía. En la sala de la casa, un comfortable ancho, que en la noche se convertía en cama para recibir el cuerpo cansado de dos amigos peruanos que habían llegado a USA a vivir el “sueño Americano”. Ahora cinco personas que compartirían la estrechez del departamento, de la cocina, y de la falta de mobiliario para dar la impresión de ser amplio.

Inmediatamente salieron de compras a una tienda de rebajas donde consiguieron camisetas de 3 y 5 dólares y algunos pantalones jeans de 10 dólares, 1 bolsa de medias blancas, y un paquete de tres calzoncillos.

Los dias pasaron y Daniel se sentía inquieto por no tener nada que hacer, sin trabajo (el Juez de migraciones había sido claro en la prohibición de trabajar hasta que se decidiera su caso). De otro lado, él sentía la necesidad de volver a disfrutar del nuevo placer recientemente descubierto en prisión, pero no sabía como hacerlo con tanta gente en casa. Aunque su cara de niño hacía que todos lo traten con ingenuidad, su vida interna llevaba más kilómetros recorridos de los que ellos se pudiera imaginar. Un dia, estando sólo en casa, sintió que corria el agua de la ducha y entró al baño pensando que se había roto la cañeria. Encontró que el muchacho peruano estaba bañándose. Ante la sorpresa, se dió la vuelta para salir, pero escuchó que el peruano le dijo: “No hay problema, haz lo que tengas que hacer”.  Descorrió completamente la cortina y siguió bañándose. Daniel se hizo el que buscó su máquina de afeitar y con tranquilidad empezó a afeitarse mientras veía en el espejo la desnudez del muchacho que se bañaba. Hablaron mientras estaban  juntos y Daniel notó que el pene del muchacho iba irguiéndose con cada jabonada. De repente, el muchacho dejó caer el jabón fuera de la ducha y le pidió a Daniel que se lo recogiera. Cuando le entregó el jabón, para recibirlo, el muchacho puso su mano junto a su pene erguido y Daniel “accidentalmente” lo rozó. El peruano tomó la mano de Daniel y lo invitó a agarrar su pene. En silencio, Daniel empezó a masturbarlo y luego de enjuagarlo y quitarle el jabón, se lo puso en la boca. Sintió que iba a recuperar el placer que pensó había perdido.



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