La mañana del miércoles, cuando
se despertó, se metió al baño, se duchó, le alcancé toallas limpias (agradeció)
y me dijo que se iba a trabajar. Estaría de regreso para instalar las tapas el
fin de semana. Le dije si se quedaba a tomar desayuno, agradeció nuevamente
pero no aceptó. Le ofrecí llevarlo al trabajo y me respondió que usaría el
transporte público. Monosilábico, falto de conversación, serio en su expresión facial.
No hizo mención alguna a la extraordinaria noche que acabábamos de pasar
juntos, ni a su verborreico hablar lleno de expresiones gentiles entonces. No
dije nada tampoco.
El fin de semana Antolín regresó
a casa para instalar la tapa de granito en los gabinetes de la cocina. Lo
habían dejado en casa el dia anterior. Lo ví trabajar rápido, con movimientos
certeros, y no necesitó de ayuda para levantar el pedazo de piedra y colocarlo
apropiadamente. Era increible ver a ése pequeño ser dueño de una fuerza descomunal.
Cuando terminó, agradecí y le extendí el cheque. “¿No tienes más del vino de la
otra noche?”, me preguntó con una sonrisa. Por supuesto que se lo ofrecí, ésta
vez nuevamente con fruta y con pan pesto-aziago que tenía a la mano. Nos
dirijimos al sótano, a la misma sala donde habíamos estado la vez anterior.
“Me gustas”, me dijo. “Me gustas
muchísimo. Me gusta tu conversación, me gusta tu casa, me gusta todo lo que
sabes, me gustó compartir tu cama”, añadió. “Pero no quiero ser maricón. No
quiero que la gente se burle de mí, hable a mis espaldas y tenga que estar
peleándome a cada rato con ellos. No quiero vivir así. Quiero tener una
familia. Quiero tener una esposa, quiero tener hijos. Quiero vivir una vida
tradicional, normal”. Me dió su copa para que se la llenara por segunda vez. “Hé
tenido sexo con mujeres desde que tenía 14 años. Ahora tengo 24, pero nunca,
nunca había sentido lo que sentí contigo la noche que estuvimos juntos. Me da
miedo tanto placer”. Yo lo escuchaba con atención sentado en mi sillón. No
estaba alterado, no estaba nervioso, no estaba experimentando ninguna fase
maníaca, pero, sí, se notaba que había ensayado, repetido sus palabras y sus
acciones antes de decirlas ahora frente a mí. Este momento era el momento de su
gran actuación.
“Hoy dia no quiero emborracharme.
Hoy dia quiero estar cuerdo y quedarme a dormir contigo nuevamente, por última
vez en mi vida. Puedo quedarme?. Es fin de semana, mañana no tengo que ir a
trabajar”. Asentí. Me dió un beso simple, rozando mis labios, me tomó de la muñeca y me
llevó con determinación, a mi dormitorio.
Se desnudó, me desnudó y desde ésa media mañana
nuestros cuerpos se entrelazaron de todas formas, en todos sentidos, fuimos uno
y fuimos muchos. Nos desdoblamos en docenas de personajes, hora tras hora, sin
sueño, con risas, con caricias, con placer, con sentimiento, con suavidad, sin
temor ni tartamudeos. La noche pasó rápida y las luces de la nueva mañana
entraron a través de los tules de las ventanas de mi dormitorio. Te abracé, me
abrazaste. Pusiste tu cabeza sobre mi pecho, y escuchando los latidos de mi corazón, te dormiste. Con el peso de tu
cabeza sobre mi tórax fuí poco a poco entregándome al sueño, sintiendo tu
respiración sobre mis costillas.
Eran las cuatro de la tarde
cuando nos despertamos. Me diste un segundo beso, simplemente un roce en mis
labios. Te vestiste y me dijiste: “me voy a casar. Es una amiga a quien quiero
ayudar, voy a darle la residencia Americana. Voy a vivir con ella, estaremos en
la casa de mis padres por unos meses y luego alquilaré un apartamento. No te
veré, no te llamaré, pero no significa que te olvidaré”. Luego de vestirte, sin
dar la vuelta a tu rostro y decir adios, saliste de mi vida.
Hace dos años que te observé salir
de mi dormitorio y escuché la puerta de mi casa cerrarse en el primer piso.
Esta noche, pasados unos minutos luego de la medianoche, casi dormido, escucho
el sonido de mi celular que me anuncia hé recibido un mensaje. Leo: “Tolin”,
eres tú quien me está enviando un mensaje después de la media noche, dos años luego
de nuestra última conversación. “¿Cómo estás?”, leo. “Muy bien, -contesto-,
feliz de tenerte en mi pantalla”. “Estoy en casa, borracho, vinieron unos
amigos a conversar”, me contestas. “Estás escribiendo bien y rápido, no parece
que estuvieras borracho”, argumento. “Pues sí lo estoy”, respondes. “¿Quieres
venir?”, me atrevo a preguntar. “Me gustaría, pero no quiero que manejes hasta
acá por gusto. No sabría que excusa darle a mi mujer para salir a ésta hora”. “Entiendo”,
respondo. “Sólo quería saludarte. Chau” me escribes para finalizar.
No hé vuelto a recibir un mensaje
tuyo. Tampoco quiero enviarte uno, no quiero alterar la tranquilidad de tu
hogar. En todo caso, si alguna vez necesitas de un amigo, encontrarás la manera
de volverte a comunicar conmigo, y, quizás, quién sabe, volver a vernos.
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